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lunes, 17 de octubre de 2011

Respeto, atención, cariño e integración en la vida de cada día

El problema que para las familias suponen las personas de edad avanzada se plantea incluso en lo más elemental: no sabemos ni cómo referirnos a ellas. Tercera edad, personas mayores, viejos, abuelos, ancianos... Cada expresión tiene sus connotaciones, la elección no es baladí.

En el fondo, este problema de denominación manifiesta la incertidumbre que padecemos ante los grupos socialmente menos favorecidos, o marginados de la vida cotidiana. ¿Dónde los colocamos? ¿Cómo los valoramos? ¿Cómo los tratamos? ¿Qué hacer para que no se automarginen, para que intervengan en el devenir de la sociedad? Un matiz importante: este desconcierto ante el fenómeno de la vejez lo muestran las familias y las generaciones más jóvenes, pero también las propias personas de edad avanzada.

Convengamos en que la imagen que sobre la vejez trasmite las sociedades económica y socialmente desarrolladas dista mucho de resultar atractiva o envidiable. En parte, puede explicarse por la decepción de contemplar que se va perdiendo el sitio, el protagonismo, el poder físico, intelectual, sexual, económico, laboral¿ Es una situación, aceptémoslo, compleja, con aspectos objetivamente negativos y difícil de ser percibida como deseable. Y más en un mundo en que el deseo se ha erigido en el motor de la vida económica e incluso en móvil de decisiones en el espacio de lo personal.

La sociedad excluye a los ancianos y ellos mismos parecen en muchos casos dispuestos a arrinconarse en el furgón de cola, el de los menos activos. Desde esas dos dimensiones complemetarias debemos contemplar la situación: qué podemos hacer por el colectivo de los viejos y qué pueden hacer ellos por sí mismos. Para empezar, una de las asignaturas pendientes de esta sociedad que envejece a un ritmo que demógrafos, economistas y psicólogos no dudan en calificar de preocupante, es cómo cambiar la imagen del envejecimiento, paso indispensable para que tanto las personas que entran en esa fase vital como la sociedad en general modifiquen sus actitudes ante los ancianos.

El mito de la eterna juventud, una trampa sin salida

Cuando alguien, refiriéndose a una persona mayor, dice: "qué bien, qué joven está", implícitamente está afirmando que lo bueno, en realidad, es ser joven. Lo demás son apaños. Está manifestando que lo que se aprecia socialmente es la juventud, y que ser viejo no es un valor, sino casi un defecto. Otra frase reveladora: "En mis tiempos¿", da a entender que su oportunidad, su sitio, ya han pasado: que no hay un hueco relevante para los ancianos. Poco a poco, se va asentando la presunción, cuando no la convicción, de no pertenecer a esta época. Así, la persona mayor se siente excluida y cada día confirma que va perdiendo relevancia social.

Pero ser viejo tiene sus cosas positivas. Sin ir más lejos, sentirse protagonista de su propia evolución como persona y, más que nunca, un importante miembro de la comunidad a la que pertenece. La sociedad, no lo neguemos (¿cuántas películas de TV o cine, anuncios, o pases de modelos tienen por protagonistas principales a personas mayores?) discrimina a los viejos, pero éstos también tienen alguna responsabilidad en tanto que, a veces inconscientemente, participan activamente ("eso es cosa de jóvenes, que decidan ellos") en este proceso de segregación y desconsideración de los mayores.

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